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Mujer

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Enviado por Rafael Sabio Lázaro (Canelo) el 24-02-2016

Desde el apacible y confortable cobijo en las entrañas de su madre llamaba insistentemente al timbre de la vida. Todo estaría en orden si no estuviéramos en medio de ninguna parte. 
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-¡Ay, ay, ay!  ¡Que ya viene!

Aquel desgarrador llanto anunciaba el inminente alumbramiento de una criatura. Desde el apacible y confortable cobijo en las entrañas de su madre llamaba insistentemente al timbre de la vida. Todo estaría en orden si no estuviéramos en medio de ninguna parte. Varios miles de hectáreas de “monte sucio”; encinas, robles, pinos, y un generoso catálogo de plantas y arbustos de pequeño porte formando una alfombra multicolor hasta donde la vista alcanza.

Veinte kilómetros nos separaban de la aldea más cercana, hora y media del hospital más próximo. El tiempo, atrapado agónicamente y condenado al destierro en las entrañas de un reloj, aquella mañana no sería nuestro mejor aliado. Si el olvido no le fuera infiel a mi memoria me atrevería a decir que rondaba el mes de Enero de un año cualquiera.

Valerosos podencos y mastines, forjados a fuego y sangre en más de mil batallas, se empleaban a fondo dando buena cuenta de cervunos, navajeros y algún que otro raposo encabezando la espantada.

-¡Mi bebé ya está aquí ¡¡Ayuda! ¡Me duele!

Los angustiosos lamentos y sollozos de la parturienta se hicieron, por momentos, latentes en mitad de la nerviosa calma del monte.

El recuerdo, todavía fresco en mi memoria a pesar del transcurso de un millón de años, me transporta fiel hasta aquellos lares. Cuando llegamos, sin apenas aliento, después de atravesar aquel océano de maleza, la encontramos derrumbada en el suelo empapada en rocío. Recuerdo perfectamente la posición de ambas manos. La diestra firme, soportando a duras penas el peso de su vientre. La zurda temblorosa, abrazando el torso de su vieja compañera, la demacrada y humillada por el óxido paralela del doce.

Chocolate, el joven borrico color tizón, haría los honores transportándola con sumo cuidado, cual porcelana, hasta el vehículo más cercano. Marta, como finalmente se llamaría la recién nacida, no lo consentiría. Su inaplazable cita con la vida no admitiría desplantes.

Al otear la cercanía del “Charcón” la comitiva encabezada por el jamelgo se detiene sin posibilidad de continuidad. En aquel improvisado cubil a modo de paritorio natural, entre hojarasca e insectos, se escenificaría el milagro de la vida.

Antonio Carrascosa, octogenario, cojo desde la gran guerra y veterinario jubilado, aquella mañana ocupaba el cinco de la armada “Valdequijano”. Cuando vociferaron su nombre entre la maraña de espinos éste lidiaba con un  pedazo de queso y una roída bota de vino. Desde su despejada postura se  divisaban dos macarenos formidables  y un venado de cuerna infinita abatidos por el anciano montero.

Con ambas manos agrietadas y emborrachadas de historia convertiría en magia aquella imposible situación. Las mismas manos que años atrás habrían ayudado a nacer a tantas y tantas becerras y jumentos hoy rescatarían de las entrañas de su madre a un bebé. Marta acababa de nacer. A cambio, el destino se cobraría la vida de su madre.

Las primeras pinceladas en el lienzo de la vida de la pequeña Marta transcurrieron entre la “calma chicha” y la marejada. Su recién estrenada existencia pronto se convirtió en un bagaje inverosímil,  hubo periodos en los que parecía vivir en una montaña rusa, otros parecía yacer plácidamente en un balneario. Cuando apenas habíamos celebrado su segundo cumpleaños ya conocía perfectamente el canto del pájaro perdiz, del cárabo, así como el de la mayoría de inquilinos alados que habitaban el maltrecho campanario de la iglesia. Despertaba en la pequeña una entrañable atracción aquel viejo y cansado teckel  cobrizo adoptado de la perrera municipal. Todavía, después de una eternidad, permanece su recuerdo dormido, entre escombros, en algún lúgubre y recóndito escondrijo en el desván de mi memoria. Aún puedo verles correteando detrás de aquella pelota de trapo hecha jirones al abrigo de la chimenea.

A la temprana edad de cinco años, cuando los demás niños del pueblo maltrataban aquel tísico y mugriento cuero que imitaba un balón de futbol, ella acompañaba al abuelo Florentino a cangrejos.

Cuando regreso, furtivamente, como un intruso, a hurtadillas, y dando un portazo en el cajón de sastre de mi memoria, todavía puedo verla embrujada con los ojos como lunas, observando atónita los pasos de las torcaces, la madriguera del raposo y los curiosos corzos que habitan en las sombras.

A los nueve, por primera vez, hizo las veces de morralera acompañando al abuelo, como antaño hizo su padre,  por los rastrojos de la “Vereda Chica”, padeciendo un implacable sol y buscando el más mínimo rastro de la avecilla más afamada de nuestra media veda. La noche anterior no pudo conciliar el sueño. Les acompañaba “Rayo”, algunos pasos por delante, el nobel “Bodeguero Andaluz” poco ilustrado en las argucias de la diminuta y más popular de nuestras migratorias estivales. Rayo, vestido para la ocasión por la madre naturaleza con un traje de pelo antipático, navegaba con más pasión que destreza por el inmenso océano de tonos amarillos que formaban los interminables surcos de cereal. El famélico y curtido abuelo Florentino, con paso cansino pero decidido, animaba y alababa enérgicamente las bondades del párvulo lebrel.

Aquel promiscuo despertar cinegético marcó inevitablemente su existencia para siempre. Permanecería vivo, durante décadas, en el baúl de los recuerdos de su memoria, lo vivido aquel día con el abuelo. Este recuerdo viajaría junto a ella de equipaje “allende los mares”, en las duras y en las maduras, aferrándose a él cuando las cartas de la vida venían mal dadas.

De aquella primera vez nunca olvidaría la interminable noche en vela, el viento como un tempano de hielo taladrando los huesos, el olor a jara y cantueso impregnado en el aliento y el desfile de plumas de mil colores acicaladas con esmero adornando el torso de las sagaces patirrojas.

En lo más alto, por encima del inmenso mar del cielo, el astro rey se empleaba a fondo convirtiendo el aire en fuego, el sudor de nuestro rostro en agua hirviendo y emborrachando nuestros sentidos el arisco secarral en un generoso oasis rebosante de vida. Cuando la marchita percha de cuero malherida y humillada por el paso del tiempo y ligada a la cintura de Marta lucía orgullosa media docena de codornices el nonagenario abuelo, satisfecho, daba por buena y concluida la jornada venatoria matinal. La pequeña acababa de aprender su primera lección cinegética respetando la voluntad del campo abandonando el lugar cuando las condiciones merman nuestras facultades, la de nuestros lebreles y la de los demás animales que allí habitan.

Poco antes de la furtiva visita del crepúsculo, cuando el sol se mostraba menos implacable, y después de una suntuosa siesta en el roído sillón de mimbre, nieta y abuelo, abuelo y nieta, preñados de ilusión, dirigieron sus pasos hacia el monte.

Otrora, todavía borrachos de siesta, ordenarían a sus exhaustos y doloridos zapatos apretar firmemente sus cordones y poner rumbo para recorrer los más de tres kilómetros de antipática arena y afilados cantos que conviven apiñados, formando un cóctel envenenado, en la angosta y sinuosa “Vereda la zorra”.

Desgranando historias inverosímiles de cuando era zagal observaban atentamente la magia de aquel lugar. Una rabona descuidada fue la primera en aparecer en escena. Ambos caminantes la persiguieron y dieron caza con la retina, la única arma permitida en aquella época del año para esa especie.

El abuelo derrochaba vida a cada paso que daba. Nunca vi a nadie regalar tanta  ilusión habiendo tenido una vida marcada por la desdicha. La guerra y la necesidad de comer algo de vez en cuando le impidieron sentarse en el pupitre de la escuela pero se licenció con nota en la “Universidad de la Vida”. Regalaba sabiduría y humildad en cada gesto, en cada mirada, y Marta como una esponja absorbía e incorporaba cual cátedra a su desenfrenada adolescencia.

La primera vez que escuché pronunciar su nombre, si la memoria no me trata como una amante despechada, fue en la lúgubre y melancólica cantina de “Zurraspas”. Entre ficha y ficha de dominó, bañando sus miserias en aguardiente y observados con gravedad por la pareja de civiles del puesto, cuatro paisanos de tez áspera y tostada curtidos por el campo relataban aquella historia:

-  ¡ Cinco días con sus cinco noches anduvo Florentino cazando cuando parió la Aurelia!

-  ¿Cinco días?

¡Así como lo oyes José! Cuando comprobó que la Aurelia y el bebé estaban bien cogió la escopeta, dos docenas de cartuchos recargados y una ristra de chorizo de matanza. Cinco días más tarde regresó con las veinte pesetas necesarias para pagar los servicios del médico que atendió a su parienta.

Las despiadadas agujas del reloj, implacables, prosiguieron su camino sin piedad ayudando a  Marta a convertirse en ella misma. Primero el instituto, luego la universidad, el trabajo en una gran compañía, y finalmente después de abandonarlo todo paseando sus huesos y una vieja maleta cargada de sueños como único equipaje por las impenetrables selvas de algún remoto país Africano de nombre impronunciable.

 

Canelo


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