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El Imperio del frío (III): Magadán; Sensación límite

El Imperio del frío (III): Magadán; Sensación límite

Enviado por Tuslances.com el 14-12-2011

Como no habíamos tenido la suerte esperada en el rececho del día anterior, decidimos quedarnos en el campamento volante para, desde allí, poder alcanzar algunos lugares demasiado alejados del campamento base. Planeábamos adentrarnos, río arriba, hasta el lugar en el que unas lejanas montañas cubiertas de nieve, comenzaban su viaje hacia el cielo. Me explicaron que por el camino, tres islotes querenciosos para los alces, serían nuestro primer objetivo.  
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Texto: Alberto Núñez Seoane Fotos: Susana Borrego


Estado Óblast de Magadán

Pais Federación rusa

Región Extremo oriente

Capital Magadán

59°34’ N - 150°48’ E

Datos:

Idioma Ruso

Superficie 180 km²

Población 96.626 habitantes (2008)

Densidad 537 hab/km2

Moneda Rublo (1 euro = 42 rublos, aproximadamente, depende

del cambio)

Uso horario CET (UTC+ 12) / En verano CEST (UTC+13)

Prefijo telefónico +7 4132

Como no habíamos tenido la suerte esperada en el rececho del día anterior, decidimos quedarnos en el campamento volante para, desde allí, poder alcanzar algunos lugares demasiado alejados del campamento base. Planeábamos adentrarnos, río arriba, hasta el lugar en el que unas lejanas montañas cubiertas de nieve, comenzaban su viaje hacia el cielo. Me explicaron que por el camino, tres islotes querenciosos para los alces, serían nuestro primer objetivo.

Uno, mientras hace planes, a menudo se olvida de que los planes son sólo eso, planes. Nuestro mundo estructurado, planificado y, en gran medida, previsible, nos mal acostumbra haciéndonos pensar, de modo intuitivo −pero no racional− que somos nosotros los que ‘disponemos’, y, ciertamente, no es así.

Dos hombres saldrían en uno de los dos botes hacia el campamento base en busca de la gasolina que muy posiblemente necesitaríamos. Mientras ellos preparaban el viaje, en la otra pequeña barca, Susana, Mijaíl, Glotón, y un servidor, pusimos rumbo, a contracorriente, hacia el primero de los islotes.

Esquiva Fortuna

El cielo, plomizo y gris, parecía descender sobre nosotros para tratar de aplastarnos contra el río, profundo y oscuro. La bruma, gélida y densa, encadenada a las sombrías aguas del Kolyma, nos abrió la puerta a un mundo lóbrego, solitario, húmedo… y perdido. Navegábamos sin ver más agua que la que bordeaba el casco de nuestro bote. Las orillas, se suponían… ni certeza lejana, ni constancia cercana… ¡Nada!

Un ruido pavoroso dejó hueco a, si acaso, el transcurrir de un par de segundos. Luego, la barca se estremeció. La fuerte zozobra apenas si nos dio tiempo para agarrarnos con fuerza a las tablas sobre las que nos sentábamos para evitar caer al río. Inmediatamente después, el bote se paró con brusquedad. Habíamos embarrancado.

Bajamos del bote para comprobar los daños. Sacarlo del banco de arena que nos detuvo, no sería un problema, la chalupa apenas pesaba y éramos cuatro, sin embargo, el motor sí que fue un problema. A resultas del golpe, la caña, que une la hélice con el resto del aparato, se quebró. Imposible de reparar allí.

No sabíamos, a ciencia cierta, a qué distancia estaba cualquiera de las dos orillas, pero por lo que le pude entender a Glotón, en aquella zona el río no era muy ancho. Sacaríamos el bote de la arena y nos dejaríamos llevar por la corriente, en sentido contrario al que traíamos, remando hasta alcanzar una de las riberas. No habíamos navegado mucho tiempo, así que, con suerte, el bote que tenía que ir al campamento base a por gasolina, nos vería al pasar en camino hacia su destino.

Hicimos según lo previsto y no tardamos mucho en topar con la orilla, pero… Fortuna no estaba por la labor aquella mañana. La zona a la que llegamos era un acantilado vertical de pura roca que hacía imposible el desembarco.

Nos dejamos arrastrar por las aguas, cuidando mucho de no perder el contacto con tierra firme, hasta dar con algún lugar en el que poder desembarcar  Por fin llegamos hasta una ladera bastante inclinada pero que, al menos, nos permitió amarrar la chalupa al tronco seco de un árbol, estirar un poco las piernas y esperar, tres en tierra y uno en el bote, la posible llegada del rescate. Si la esquiva Fortuna hubiese querido que ya hubieran cruzado, tendríamos que esperar hasta la hora acordada de regreso para que se diesen cuenta de que habíamos tenido problemas.

Algo más de una hora después, el sonido de un motor nos alegró un poco la dichosa mañanita. Una vez discutida la situación, decidimos cambiar los botes. Nosotros seguiríamos con nuestro plan y ellos regresarían al campamento para tratar de arreglar la avería, al menos de modo provisional.

La niebla había levantado y podíamos navegar con algo más de seguridad. Cuando llegamos al primero de los islotes, vimos una gran hembra de alce que, aunque no era lo que estábamos buscando, fue un espectáculo emocionante contemplar la majestuosidad de este animal en su reino.

¡Una verdadera maravilla!

No localizamos nada más en nuestra primera parada… lo mismo que en la segunda. En la tercera, vimos otras dos hembras y también encontramos huellas, que no eran del día, pero tampoco demasiado viejas, probablemente del día anterior, así que decidimos arriesgar las últimas horas de luz y ponernos tras el rastro. Con suerte, el animal se habría detenido en las cercanías a pasar la noche y a pastar por la mañana… Con mala suerte, habría estado comiendo y caminando y no lo encontraríamos nunca. Y esto, claro, fue lo que pasó. ¡Bendita Fortuna!

Corazones generosos

Cuando regresamos, exhaustos, al bote, descargamos los bártulos y montamos el segundo de los campamentos volantes, ya que no había tiempo ni luz suficiente para regresar al primero. Glotón y Mijaíl habían previsto la posibilidad y cargaron un par de tiendas de campaña y víveres suficientes para un par de días.

Armamos una gran fogata que nos entonó el cuerpo y sirvió para calentar calcetines y ropa de abrigo empapada por la humedad. Mijaíl cocinó una fantástica sopa, bien caliente, y una especie de filetes rusos con carne de pescado picada y forma de albóndiga, de aspecto dudoso pero de sabor delicioso. Estaba tan prieta la carne, que pudimos calentar las bolas al fuego, ensartadas como pinchitos, en unas finas astillas que recogimos en el bosque.

Nos sentimos queridos, incluso mimados, por estas gentes, de aspecto rudo, sí, curtidas por fríos de mil inviernos y atezadas por condiciones que muchos de nosotros nunca resistiríamos… Acostumbradas a la soledad impía del Imperio, sí, pero de una generosidad que provoca escalofríos, serviciales hasta la ternura, con una grandeza de espíritu que te hace sentir muy pequeño tu corazón: Glotón y Mijaíl, ¡vaya dos personajes!

El inevitable y reconfortante té, un par de chupitos de medical, así llamábamos al vodka, y a dormir. Tuvimos que calentar el interior de la tienda con una pequeña estufa. ¡El frío, en su imperio, era inhumano! Cuando conseguimos caldear el habitáculo, nos quitamos algo de ropa y nos embutimos en los sacos. Allí dentro, a los pocos minutos, el calor del propio cuerpo, retenido por los plumíferos, nos hizo sentir confortables y pudimos conciliar un sueño anhelado y reparador.

Al despertar volví a enchufar la estufa y esperé a que el aire se pudiese respirar sin que te cortase, con filo de cuchilla, la pituitaria. Dejé dentro a Susana, para darle tiempo a recuperar su forma humana. Por la noche se había convertido en ninfa, chiquitita, enrolladita, inmóvil, envuelta en su manto de plumas, para abrazar y no dejar escapar ni un gramo del calor que su cuerpo forjaba bajo los astros helados de la noche, allá, muy lejos de todo, en algún lugar a orillas de un río glacial, en el vientre de la gran madre Rusia, eterna, en pleno corazón del Imperio.

Cuando salí, Mijaíl y Glotón ya habían prendido fuego y se afanaban preparando el desayuno. Esperamos a Susana y devoramos, con hambre sana, los huevos con carne y la sopa caliente. Luego, nos sentamos a preparar la jornada. Es curioso, y hasta ahora no lo había mencionado, Mijaíl y Glotón sólo hablaban ruso, y ni Susana ni yo lo hablamos ni lo entendíamos, ¡cómo se puede llegar a intercambiar información entre personas cuando hay necesidad, voluntad y un poco de habilidad para hacerlo!

 

Cada mañana –y después de cada esfuerzo– era necesario, para seguir subsistiendo, recuperar el calor perdido bajo el cuchillo helado de la noche bajo los astros.

Continuaríamos navegando hacia las ‘montañas blancas’, que ya se mostraban mucho más próximas, en busca de los rincones más remotos de estos parajes desolados y asolados por el emperador frío. Me embargaba la sensación de pequeñez. La sensación y el sentimiento de saberte muy poquita cosa en medio de la vastedad helada del Imperio, ocupaba mis adentros. Dejaríamos montado el campamento en previsión de tener que pasar una o dos noches más en él. Si para entonces no habíamos conseguido dar caza al alce, tendríamos que regresar en busca de provisiones.

¡Alce a la vista!

Puedo dar fe de que no es cierto eso que dicen de que a partir de una cierta temperatura da igual que haga más frío porque no se siente. Puedo asegurar, también que no es lo mismo estar a quince grados bajo cero que a veinte. Por más que parezca difícil sentir como aumenta el frío, se puede sentir. Llega un momento, eso sí, en el que las constantes vitales se adormecen y, si no estás en movimiento, la sensación de aturdimiento se apodera de ti sumiéndote en un estado próximo a la hipnosis. Así me sentía mientras el pequeño bote surcaba las aguas turbias y amenazantes, rompiendo las placas de hielo que se interponían en la busca del señor de estas tierras: el alce gigante de Yakutia.

La primera parada fue para revisar un gran claro que separaba el bosque de la ribera del río. Mijaíl bajo para asegurar la embarcación con una cuerda a un tronco de la orilla. Luego saltó Glotón y después Susana. Yo me quedé en el bote, sentado, mientras encendía y fumaba un cigarrillo. Glotón me indicó que iba a caminar hasta el bosque para ver si encontraba huellas. Susana daba saltos en la orilla para desentumecer sus pies. Mijaíl disfrutaba de su vieja y gastada pipa, desprendiendo un aroma delicioso.

Había terminado mi cigarro y volví la vista hacia las ‘montañas blancas’. Repasaba con los prismáticos, impresionado por la grandiosidad del entorno, el discurrir del río hasta llegar al próximo recodo. Allí, donde la corriente de agua viraba hacia la izquierda y desaparecía tras los árboles, vi dos animales enormes ¡El corazón me dio un vuelco!, pero no dije nada, aún. Separé los gemelos de los ojos y los volví a acercar. ¡Sí, allí estaban! Eran dos alces que pastaban a la orilla del río y… ¡uno de ellos tenía cuernos! Llamé a Mijaíl y a Susana –Glotón ya se había ido−:

−¡Un alce, allí está, es un alce! ¡Parece grande!, ¿es grande, Mijaíl?

A mí me parecía muy grande, pero como no había visto nunca ninguno de esta especie, no podía saber si lo que me estaba haciendo caer la baba de los labios era lo que yo creía que era, ¡un auténtico y colosal ‘pavo’!

Mijaíl no contestaba a mis insistentes preguntas. Caí en la cuenta de que no me entendía y, también, que desde su posición no podía ver nada. Le hice señas, simulé los cuernos del alce colocando mis brazos a la altura de la cabeza y repetí la pregunta:

−¿Es grande, Mijaíl, es bueno?

Los alces comenzaron a cruzar el río. Yo trataba de decirle a Mijaíl que desatara el bote y nos acercásemos a los animales, pero no reaccionaba. El cazador era Glotón, lo suyo era la intendencia y no sabía qué hacer.

Me puse nervioso. Tenía que tomar una decisión, y rápida. Los alces, un macho y una hembra, estaban a poco más de 250 metros −253, para ser exactos−, demasiada distancia para un tiro preciso con mi .416 RM, ‘puesto’ a 100 metros, pero los animales estaban cruzando el río y en pocos minutos desaparecerían en el bosque por el otro lado. No podía acercarme con la barca ni llamar a gritos a Glotón… Tampoco estaba seguro de que ése fuese el trofeo que estábamos buscando…

Momento mágico

Decidí que si ‘aquello’ no era un buen trofeo, asumiría las consecuencias. Decidí que no podía esperar a Glotón. Decidí que no podía esperar, tampoco, a que Mijaíl se enterase y acercase el bote a los animales. Decidí que dispararía desde allí. Para colmo, no podía bajar a tierra y conseguir un apoyo más firme, porque desde tierra no se veían los animales, tenía que disparar desde la embarcación, que se balanceaba suavemente en el agua. ¡Es lo que había, y no por mucho tiempo!

Los alces me habían visto, pero no se sintieron amenazados y continuaron con su caminar lento y pausado. Probé a sentarme en el borde del bote para tener una mayor estabilidad. ¡Era peor! Me puse de nuevo en pie y traté de acostumbrarme a la cadencia, afortunadamente regular, con la que se movía el bote para intentar poner la bala, más o menos en su sitio. La mira, de cuatro miserables aumentos, no me ayudaba en absoluto. Veía muy pequeño al animal, faltaba precisión. El movimiento del bote, el caminar del alce y los latidos de mi corazón, me impedían apretar el gatillo con el convencimiento necesario para ‘creer’ en el disparo… ¡Diosssss!

Entonces, el alce se paró. Mi corazón, también. ¡Era mi momento! Traté de compensar el alza sobre el blanco, con la que debía apuntar debido a la distancia, con el movimiento del bote, apreté, hasta hacerme daño, la culata contra mi hombro y… disparé. Cargué, volví a apuntar y volví a disparar al cuerpo del animal que permanecía quieto, mirando a mi posición. Volví a cargar apunté y esperé la reacción del animal. Como si viniesen de otro mundo, escuché los gritos lejanos de Glotón. ¡A saber lo que estaba diciendo! El alce… volvió a caminar y yo volví a disparar. Y, de pronto, se paró. ¡Sin duda estaba tocado!

Apareció Glotón con la lengua fuera, colorado como un tomate por el carrerón que se dio, y sin pensárselo dos veces, desató la cuerda, saltó al bote, arrancó el motor y puso proa hacia el alce. El animal estaba gravemente herido, trataba de huir pero apenas si podía caminar. Paró la lancha a unos cincuenta metros y volví a disparar, esta vez, tranquilo y seguro, al corazón que se escondía detrás de su codillo. Su cuerpo, enorme y espectacular, cayó a plomo quedando medio cubierto por el agua. Entonces pude ver lo que había hecho, pude apreciar, por la expresión de Glotón, y por el tamaño de las cuernas del animal, que ‘aquello’ era un auténtico ‘monstruo’.

Allá, en mitad de un mundo perdido, a 64º 02’ 31,49’’ latitud norte y 155º 26’ 34,42’’ longitud este, Andrei me dio un fuerte y profundo apretón de manos y luego me abrazó. No supe lo que me dijo, pero sus ojos enrojecieron mientras la humedad que inundaba los míos, me impedía ver con nitidez. Aquel hombre seco y rudo, curtido en la soledad cruel del Imperio, se emocionó, conmigo y junto a mí. Fue, para mí, un sincero y auténtico honor. Fue, hasta hoy, una de los momentos más plenos que la caza me ha regalado. Viajes, inconvenientes, esfuerzo, percances, agotamiento, contrariedades, decepciones y frío, el gran frío del Imperio, todo… por ese momento único, mágico, pleno.

 

El aspecto del alce en el centro del río era sencillamente majestuoso

Con Andrei, Glotón, y con nuestro magnífico trofeo fruto de un esfuerzo descomunal

El mejor galardón

Encendimos un fuego y nos dedicamos a desollar el alce y trocear la carne para llevarla con nosotros. Tres horas después, tras haber dado buena cuenta de una mortadela, dos jarras de té y un poco de medical, estábamos recogiendo el último de los campamentos en el que habíamos pasado la noche. Fuimos al primer campamento volante, mostramos, orgullosos, nuestro trofeo, lo celebramos con un poco más de medical y salimos hacia el campamento base mientras ellos desmontaban el suyo.

El Kalashnikov de Glotón rompió la monotonía del ruido del motor cuando divisamos el campamento base. Los de allí salieron a la orilla y festejaron nuestro éxito con más disparos al aire y muchos gritos. No pudimos ni quitarnos los chalecos salvavidas sin compartir otro ‘pelotazo’ de medical con todo el personal. Luego, un baño de vapor, ropa limpia y todos a la cabaña- comedor para la cena.

La llegada el campamento base fue todo un acontecimiento que se celebró con disparos al aire.

Sopa de verduras, pollo con algo parecido al arroz , huevas de salmón, cangrejo de Magadan –parecido al cangrejo real−, cerveza , medical y una excelente tarta con café, fue el banquete con el que el Sacha, el cocinero, demostró su alegría . ¡Vaya fiestorro!

La caza no acabó aquí. Dedicamos los dos días que nos faltaban a la caza del oso. El viaje de vuelta, tampoco fue como para dejar de describirlo. A pesar de hacer la misma travesía en sentido contrario al de la ida, la experiencia tuvo mucho de nueva e insólita, tanto, que merece un relato aparte.

Lo que no puedo dejar de contar fue algo que ocurrió durante la cena en la noche anterior a nuestro viaje de regreso a casa.

Todo el equipo que había compartido esta singular experiencia estaba sentado a la mesa en la cabaña-comedor. El pescado crudo y la carne del alce cazado, habían hecho las delicias de todos. La cerveza, no hace falta decir que helada, y el calor del medical, habían ayudado, aún más si cabe, a que el buen humor, las bromas y el recuerdo de los momentos vividos tamizase el ambiente con una mezcla de calor humano, camaradería, complicidad y alegría.

Andrei −Glotón− salió de la cabaña. Al cabo de unos minutos regresó, en sus manos traía un viejo papel de periódico que envolvía algo.

Llamó a Hennadiy a su lado para que tradujese lo que quería decir, y esto fue lo que dijo:

−Quiero dar esto que traigo aquí a Alberto. Lo encontré, a dos días río arriba, hace muchos inviernos, cubierto por el hielo. Se lo quiero dar porque, en estos días en los que hemos cazado juntos, he sentido que es un buen cazador. Ni él ni Susana han dicho nunca que no a nada. Han ido hasta donde les hemos dicho que fueran, han navegado por donde les hemos llevado, han soportado el frío el hambre y el cansancio, igual que nosotros. Es, son, buenos cazadores, por eso se lo quiero dar.

No fue un nudo… fue una ristra de ellos los que se agarraron a mi garganta, no por las palabras, sino por quien era el que las estaba pronunciando: uno de los últimos tramperos de la estepa, legendaria, de la Rusia eterna. Años, experiencia, frío, estrecheces, dificultades, angustias, peligros, soledad… un mundo de vivencias inabarcables y únicas a sus espaldas. Ese era el hombre que me estaba diciendo, a mí, que era ‘un buen cazador’. No sé lo que se sentirá cuando se recibe uno de esos grandes premios que se conceden por ahí, pero lo que sí sé, es que por mucho que eso sea, será imposible que supere a esto.

Estrechó, con mucha fuerza, mi mano, desenvolvió el periódico y mientras me daba el contenido me dijo:

−De cazador a cazador. Sois cazadores, de verdad, no como la mayoría de los que han venido por aquí…

 

Que uno de los tramperos legendarios de la estepa rusa, me entregara aquel galardón, fue para mí el más grande de los premios que jamás pueda lograr.

Ni Susana ni yo olvidaremos, ¡jamás!, a Andrei, Glotón, ni la grandeza que lleva dentro. Ni los días en los que cazamos con él, ni lo que, sin hablar, nos enseñó. Él fue nuestro guía, y gracias a él, entramos, vivimos, cazamos y pudimos salir, airosos, del corazón del Imperio… del Imperio del frío. CyS


 Reportaje cedido por la Revista "Caza y Safaris"




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