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El Imperio del frío (I): Magadán; Sensación límite

El Imperio del frío (I): Magadán; Sensación límite

Enviado por Tuslances.com el 25-10-2011

Cuando uno decide emprender un safari –viaje, en el idioma Swahili– hacia ese lugar en el que su alma nunca ha estado, el espíritu debe estar dispuesto a afrontar lo que siempre está por llegar. ¿La carne…? Casi da igual, acaba por acostumbrarse a todo, porque no le queda otra. Pero lo que me mueve a moverme hasta lugares que no existen ni en mi propia imaginación, es la pasión por la caza. Es la vital necesidad de alcanzar las tierras que habitan los animales que ansío. Es el reto de intentar adaptarme a unas condiciones que son las suyas, no las mías.
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Texto: Alberto Núñez Seoane Fotos: Susana Borrego


Estado Óblast de Magadán

Pais Federación rusa

Región Extremo oriente

Capital Magadán

59°34’ N - 150°48’ E

Datos:

Idioma Ruso

Superficie 180 km²

Población 96.626 habitantes (2008)

Densidad 537 hab/km2

Moneda Rublo (1 euro = 42 rublos, aproximadamente, depende

del cambio)

Uso horario CET (UTC+ 12) / En verano CEST (UTC+13)

Prefijo telefónico +7 4132

El frío es más fuerte que la vida. El frío noble, desmedido, tremendo, desorbitado… esa condición desoladora capaz de imponer su imbatible poderío al más eficaz y resistente de los seres vivos, condiciona, de modo proporcional al descenso del mercurio, todo lo que existe, vivo o no, bajo el rigor de su imperio.

La materia inanimada altera su estructura. No hay más polvo que el que nace de la nieve deshecha…

La tierra, seca, se separa y se contrae. Las rocas se cuartean, el agua pierde su condición líquida… los ocupantes de las primeras escalas en la cadena vital, son capaces de adaptarse hasta los límites que impone la barrera helada. Los animales superiores, capaces de regular su temperatura corporal –para el resto este es un mundo imposible–, apenas pueden soportar los largos e impíos inviernos, siempre que la temperatura no baje hasta los límites imposibles en los que no es factible la vida de los seres que les sirven de alimento.

Nosotros, somos fuertes… e inteligentes. Nuestra fuerza, aunque irrisoria si la comparamos con la de otras especies a las que consideramos inferiores, se mide en capacidad de adaptación y resistencia. Nuestra inteligencia, esa sí, es la que nos ha permitido sobrevivir y nos ha colocado en la cima de la pirámide vital: somos la especie dominante en el Planeta. Aun así, la posibilidad de resistir al frío se mide por la capacidad que tengamos para mantener la temperatura de nuestro cuerpo por encima de los 32 grados centígrados. Por debajo de esta temperatura… es difícil hablar, la capacidad de pensar se ralentiza y amenaza la amnesia, no manejas las manos, tampoco las piernas, se bloquean los procesos metabólicos, la piel se vuelve azulada, la coordinación muscular se deteriora y te impide caminar, el ritmo cardíaco y el respiratorio disminuyen, fallan los órganos vitales y… lentamente, llega la muerte. El frío gana, siempre.

Las percepciones recorren una amplia gama que va desde el dolor, que alcanza los límites de lo soportable, a la insensibilidad total. La indefensión es absoluta. Y el miedo, que te embota, también quiere congelarse hasta arrastrarte hasta la más terrible de las sensaciones: la nada.

Y el frío, es el dueño y señor de estas tierras.

Aquí, en latitudes no aptas para el desarrollo de la vida humana, en el noreste de la Rusia eterna, es donde vive el gran alce, el gigante de Yakutia. Un animal portentoso.

Magadán es un estado de la Federación Rusa situada en los límites de su oriente. Para las dimensiones de la madre Rusia, es pequeño, encajonado entre la norteña y desolada Chukotka, la occidental e inmensa Yakutia y el gélido mar de Okhotsk. Magadán es, en sí mismo, una aventura.

El aeropuerto de Magadán

Fue, en tiempos de la dictadura comunista, un enclave próspero gracias a sus prolíficas minas de oro. Por razones que muy pocos conocen, los yacimientos, sin estar agotados, fueron relegados al absurdo del olvido. La decadencia que, desde entonces, sufrieron estas hermosas tierras, alcanza parámetros kafkianos. Cuando, recién llegado, di mis primeros pasos por aquellas eternas latitudes, vi, sentí, angustia y desasosiego… se respiraba soledad doliente, lastimaba el abandono, hería la pobreza en lo más hondo del alma. ¿Estaba en Rusia? Sí, estaba en Rusia, pero… quién lo diría.

En busca de un sueño

Es, ésta, una historia en dos. No en el tiempo, sí en el sentimiento.

Cuando uno decide emprender un safari –viaje, en el idioma Swahili– hacia ese lugar en el que su alma nunca ha estado, el espíritu debe estar dispuesto a afrontar lo que siempre está por llegar. ¿La carne…? Casi da igual, acaba por acostumbrarse a todo, porque no le queda otra. Pero lo que me mueve a moverme hasta lugares que no existen ni en mi propia imaginación, es la pasión por la caza. Es la vital necesidad de alcanzar las tierras que habitan los animales que ansío. Es el reto de intentar adaptarme a unas condiciones que son las suyas, no las mías. Es la esperanza de poder abatir una ilusión soñada en noches, muchas, de hermosa magia y tibio encanto, imaginada en esos retazos del tiempo prousiano, perdido, recobrado, mientras la vaciedad cotidiana, absurda, lucha por alejar mi espíritu de la montaña infinita, de la selva remota olvidada, del hielo ilimitado e ignoto, de la sagrada sabana perenne e inacabable…

¡No!, no pudo, no fue capaz la rutina impertinente de arrebatarme mi sueño que, sin que importe el resultado, se convertirá en certeza… Me voy, me marcho al otro lado del mundo. Iré hasta allí, con sus anónimas gentes, hasta ese lugar que no existe en mi consciencia, navegaré en busca de mi quimera, del animal único –cada uno lo es–, enfrascado en el deseo de la experiencia que se acerca, de la vivencia que en sí no sería si nunca hubiese partido, de esos pedazos de vida que me harán cambiar, madurar, aprender, como cazador, como persona…

Lo interminable

Hicimos escala en Moscú. Pasamos unas horas descansando en un hotelucho triste y gris, como la fría y húmeda tarde que nos envolvía. Una marea de tráfico desquiciante nos devolvió al aeropuerto. Muchas horas de vuelo después, el aeroplano nos abría la puerta que, bajo llave de plata, daba paso al inicio de una aventura singular, uno de las historias que dan forma a este relato: el viaje.

Un hermoso atardecer en Moscú

Llegar costó más que estar. La posibilidad de cazar un alce gigante en los confines  de Siberia era sólo eso, una posibilidad. Cambiar Kamchatka por Yakutia era un riesgo. Aunque la presencia de grandes machos era una realidad, la devastadora inmensidad de los parajes en los que estos animales viven, hace que la densidad de su población sea muy baja. Lo bueno es que son, sencillamente, unas imponentes criaturas.

Una vieja y destartalada furgoneta nos recogió en el aeropuerto, del que pudimos salir después de más de tres horas de espera para que la policía me hiciese un nuevo permiso de armas. El que me dieron en Moscú lo había perdido el bueno de Andrei, un ciudadano ruso que me acompañaba para poder desplazarme legalmente con un arma por este desconcertante país. Con la caída de la tarde emprendimos la marcha, rumbo al noroeste, hacia un lugar llamado Seymchan.

Hennadiy, organizador de la cacería y traductor a un tiempo, me habló de unas siete horas. Al cabo de las dos horas, el firme, con baches pero de asfalto, se esfumó. Algo, parecido a una carretera fantasma lo sustituyó. Fuera… el frío, acechando, muy intenso. Parábamos cada dos horas para estirar un poco las piernas y desaguar la vejiga. El interior de aquel cascajo llegó a parecerme confortable. Era incómodo, pero al menos íbamos sentados y, sobre todo, calientes.

La noche, de una negrura inconmensurable y sobrecogedora, nos hacía sentir lo solos que estábamos. Y lo insignificantes que éramos. En algún momento paramos frente a un bar de carretera, de esos de tiempo eterno, que siempre están abiertos, de esos impersonales, opacos, silenciosos… poblados por figuras grises y mudas que entran, beben y salen en el presente continuo de un café o de una taza de caldo… Hacía más de nueve horas desde que habíamos abandonado Magadán y, por más que preguntaba, nadie me sabía decir donde se hallaba el final de lo interminable…

El alba era indolente con el frío. Aun así, y a muy duras penas, con la lentitud a la que obligan un buen puñado de grados bajo cero, la tenue luz de una mañana absurda comenzó a desdibujarse en el horizonte. ¡Once horas desde el aeropuerto… y seguíamos en el coche!

Vladimir

Las personas no se ven. Están, seguro, qué duda cabe, pero son fantasmas, se esfuman en la nada... Salvo las sombras del lúgubre bar en el que sombras fuimos, también, a nadie vimos al cruzar los pequeños pueblos o las aldeas engullidas por la nieve, ni en la lúgubre noche, ni en la mañana incipiente. Algunos, muy pocos, camiones se cruzaron con nosotros en las doce horas que llevábamos viajando, seguíamos viajando, aún, en la furgoneta.

Vladimir, el conductor, detuvo el coche a un lado del carril y dio media vuelta. Algunos minutos después, volvió a detenerse, al lado del carril, e hizo lo mismo, pero en sentido contrario. Y, como no hay dos sin tres, Vladimir repitió la maniobra. Vladimir era desesperante. Conducía con sosegada lentitud, lasa e inconcebible. Lo suyo, lejos de la prudencia, rayaba la paranoia.

Vladimir se había perdido, no sabía muy bien en qué punto del camino, y no tenía ni idea de donde estaba. Trataba, ahora, de encontrar a alguien a quien preguntar. ¿Dónde estamos, Vladimir?

La mañana era gélida. Salí de la furgoneta para hacer un pis y fumar un apetecible y relajante cigarrillo. Luego, caminé, arriba y abajo, durante más de media hora. No venía nadie, no pasaba nada, no había nadie… El frío me empujó, turgente, al interior del vehículo. Preguntaba, por preguntar, pero nadie respondía. No podían responder porque no sabían lo que estaba pasando. Hacía tres días que habíamos dejado Jerez, allá, lejos, en el cálido sur, palpando el Mediterráneo… Aquí, en la Rusia profunda y olvidada, lejos, quién sabe cuánto, de todo, dos cazadores españoles, un intérprete ucraniano, un guía ruso y un… Vladimir, esperábamos que alguien de los que debieran estar allí, y no estaban, estuviesen. Hizo falta algo más de una hora, tras mi delicioso cigarro, para que, los que podían decidir algo, decidiesen salir de allí y acercarnos a la aldea para ver si alguno de aquellos fantasmas se materializaba y nos marcaba un norte cualquiera para seguir el camino.

Y allá que, por fin, nos dimos con el guarda que debía habernos recogido, a la una de la madrugada… ¡siete horas más tarde! El hombre nos esperó hasta las dos y luego se fue a la cama. Lógico. De cualquier modo, cuando más tarde supe lo que era subir río arriba, me estremecí sólo de pensar en que, si hubiésemos llegado a la hora prevista, habríamos tenido que llegar hasta el campamento base navegando ¡de noche…! Las cosas, siempre pasan por algo.

La furgoneta que consiguió llegar al final de lo interminable... a pesar de la impericia de un tal Vladimir

Seymchan

Me las prometía muy felices, pero la alegría, en situaciones adversas, dura muy poco. Al barco, en el que debíamos llegar hasta el campamento con pertrechos, víveres y enseres, se le había roto el motor. Debían buscar otro y, mientras lo intentaban, había que esperar… en Seymchan.

No sé si seré capaz de transmitir la impresión que nos causó este tenebroso, triste y gris montón de ladrillos apilados a los que es muy difícil identificar con algo parecido a un lugar habitable.

 

Seymchan está situado a las orillas del río de su mismo nombre, un poco al sur del lugar en el que confluye con el gran Kolyma, un caudaloso y larguísimo curso de agua que nace en las montañas del norte del mar de Okhotsk y desemboca, 2.129 kilómetros después, en el mar de Siberia. Ésa sería nuestra escalera al cielo. Al parecer, Seymchan fue un lugar próspero en tiempos, lejanos ya, en los que el oro era el maná que manaba de la tierra profunda. Hoy, es una ruina moribunda abandonada en medio de ninguna parte y olvidada por el progreso y por la memoria de los hombres.

Encontramos un piso en un edificio que podría haberse sacado de cualquiera de las calle de un Chernóbil cualquiera. Arreglamos un trato con la dueña para pasar la noche. Unas bolas de carne prensada, bastante ricas, parecidas a nuestras albóndigas, y unas latas de conserva, nos sirvieron para emular una cena. Tuvimos que usar la pila de la cocina como lavabo, ducha no había, y de las condiciones del sanitario... mejor ni palabra.

Por la mañana, de un día gris, tan plomizo y frío que parecía que no hubiésemos abandonado la noche, bajamos con los bártulos al portal del edificio para esperar que la vieja furgoneta del inefable Vladimir, nos recogiese. Tardó casi tres horas en aparecer. Nunca pude saber por qué. Tampoco quise saberlo.

En los límites de la irrealidad, los extremos se tocan. Si hay algo tremendamente parecido a Chernóbil-salvando las distancias de su maldita desgracia-, eso no es otra cosa que Seymchan. A la derecha, el servicio de habitaciones de la ‘pensión’ del cuarto piso.

La realidad supera a la ficción

Cuando llegamos al embarcadero del río… volvió el ataque de realidad. No había barco. Al menos con capacidad suficiente para llevarnos a todos. Dos pequeños botes era todo lo que teníamos para realizar el viaje.

Le había dicho a Hennadiy que el barco que trajesen debía de tener techo, ya que el frío nos estaba ganando la partida. Lo que tenía delante de mis ojos era una chalupa desvencijada, de escasos cuatro metros, con un parabrisas delantero roto, un raquítico cobertizo que sólo alcanzaba a la mitad de la embarcación y una lona para cubrir el resto. Al desvencijado casco de metal, abollado y oxidado, era mejor no mirarlo. Al mando del ‘navío’, un viejo lobo, en este caso de río, que fue lo único que me pareció fiable… a pesar del pestazo a vodka que desprendía.

Repartimos el material entre los botes y nos acomodamos, es un decir, como pudimos. No fue tarea fácil. No cabíamos, pero, al final, cupimos… ¡Santa madre de Dios!

Tuvimos que superar la enorme sensación de tener que navegar en un cascarón al albur de los elementos

Y… las puertas del imperio se abrieron ante nosotros. La enorme y fluyente masa de agua, entre verdosa y gris, nos sostenía sobre ella, haciendo trémulos equilibrios para que no cayésemos al abismo insondable y sin retorno de su vientre henchido, por el agua de mil arroyos atrapados, robados, de las laderas de montañas tan lejanas que se pierden en el horizonte helado de una tierra helada sin final y sin fin.

Navegamos, a veces, arrimados al abrigo de una orilla. Era entonces cuando la otra se diluía en la distancia, como encogida por el rey frío, emperador, fatal y opresivo. Funestos remolinos, turbulencias siniestras, amenazantes recodos… y la niebla. Densa y opaca, se dejaba caer como un manto pesado que aturdía miedos y ahogaba recelos, cubría la mente y… dejabas de pensar. Tal vez, mejor así.

El imperio impone. Atrapado en sus entrañas sientes el poder de su fuerza sobrenatural, inalcanzable para nosotros. Camino de sus adentros, intuyes unas dimensiones que se escapan de las tuyas. Tu mundo ya no es tu mundo, aquí… no eres nada. Eres tan pequeño, eres tan frágil, eres tan débil, que apenas eres…

Y, en medio de todo aquel abismal mundo extraño y hostil, nosotros, unos cazadores y sus guías. Admiro a estas gentes curtidas por necesidades y tragedias, calafateadas por durísimos rigores y padecimientos amargos, de carácter recio y voluntad obstinada. Gentes ásperas, pero humanas, huérfanas del tedio y las comodidades y progreso, hijos del agobio (que hubiera dicho el malogrado Jesús de la Rosa) y el sufrimiento, y, ni aun así, han olvidado una sonrisa ni le han perdido la cara a la vida.

De fondo, la increíble autopista que nos conducía al cielo

El final del camino

Una botella de vodka aliviaba la travesía del ‘capitán’. No tardé en sumarme a la cofradía. Después de la segunda oferta, accedí y no me arrepentí. El vodka interpuso barreras en los dominios del frío. Su calor de terciopelo templó mi estómago y me sentí mejor. Luego… empecé a atacar la mortadela.

Habían pasado algo más de tres horas. Abandonamos la corriente principal y nos desviamos por un afluente. Al poco, una cabaña de madera se asomó desde un bosque cercano, colgado sobre el agua, para darnos la bienvenida. Había que repostar y comer algo decente. La carne de cerdo con cebolla, los tomates de lata con huevos fritos y la mortadela a la plancha, nos supieron a gloria de un Bulli cualquiera.

Con afán renovado, volvimos al suplicio del bote y al imperio del frío. Aún pararíamos otra vez antes de llegar al campamento base. Dos horas y media más tarde repetíamos la operación, con la sutil diferencia de que, en esta ocasión, tuvimos que superar una cruel prueba odorífera antes de poder degustar las delicias que nos aguardaban en el interior de la barraca de un anciano que nos esperaba.

Cuando traspusimos el umbral de la humilde vivienda, una fetidez densa, irrespirable y absolutamente hedionda, se pegó, como una ventosa, a todas las mucosas internas de nuestras narices provocando, irresistible, una arcada colectiva y la huida despavorida de casi todos en busca del gélido y puro aire del exterior. Con un pañuelo en la nariz, disimulando como pudimos, volvimos a entrar y alcanzamos a agarrar un cuenco con cecina de alce y frutas del bosque que, para nada, hacían honor a la pestilente estancia en la que se encontraban. ¡Estaba todo buenísimo!, eso sí, había que comerlo al raso.

Cuando salimos de allí, aún nos quedarían algo más de dos horas para llegar a nuestro primer destino.

Era un campamento de tramperos, el último lugar habitado en el curso del río Kolyma. Más al norte… sólo la desolación del imperio y los pocos seres vivos adaptados para soportar sus rigores.

En lo que sería nuestro campamento base durante toda la cacería, había seis sencillas cabañas de madera de unos cuatro metros de largo por tres de ancho cada una de ellas. Cuatro eran habitaciones, para dos personas cada una, con una puerta al exterior, dos ventanas, dos tablas de madera a modo de camas y una balda de madera en la pared. Ni armarios, ni agua, ni luz, ni lavabo, ni aseo… Otra de las cabañas la usaríamos como cocina y comedor para todos los que formábamos la partida de caza. Y la que quedaba… ¡era una sauna! ¡Sí, una sauna! No había lugar donde cagar, pero había una sauna, muy básica, sólo lo elemental, pero un lugar en el que tomar un fantástico baño de vapor, ¡en pleno corazón del imperio!

Después de hacer lo que pudimos con las maletas, tarea no fácil, nos metimos de cabeza en aquel paraíso de vaho. ¡Placer de dioses del mismísimo Olimpo! Luego, limpios y calentitos, fuimos a la cabaña-comedor a conocer con detalle el plan de caza y escuchar los consejos y advertencias de seguridad que deberíamos observar durante la cacería. Y, para terminar, devoraríamos lo que sería una deliciosa cena rusa a base de una fantástica y reconstituyente sopa de verduras, salmón, sus huevas –muchas–, un riquísimo pan con pimientos rojos, parecidos a los chiles, y un pastel.

El resto... nos dio del todo igual que tuviésemos una dura tabla de los tiempos de la Unión Soviética por colchón… la dormida fue continuada, profunda y reparadora.

Reportaje cedido por la Revista "Caza y Safaris"


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