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Mis padres

Mis padres

Enviado por Rafael Sabio Lázaro (Canelo) el 06-02-2016

Aquella fría mañana de Enero ha quedado grabada a fuego en mi memoria. La humedad no tuvo piedad con nuestros huesos. En el soto los fresnos centenarios esperaban pacientemente la llegada de la primavera. Los montones de leña estratégicamente ordenados, tocones y tarugos que nos arropan y curan del crudo invierno daban cobijo a los astutos conejos.
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Aquella fría mañana de Enero ha quedado grabada a fuego en mi memoria. La humedad no tuvo piedad con nuestros huesos. En el soto los fresnos centenarios esperaban pacientemente la llegada de la primavera. Los montones de leña estratégicamente ordenados, tocones y tarugos que nos arropan y curan del crudo invierno daban cobijo a los astutos conejos. Aquel día gris falleció mi padre. Algunos años antes lo hizo mi madre. A él se lo llevaron las fiebres. Ella murió en el parto, regalándome la vida.

Mi padre fue notario en Segovia. Mi madre regentaba una farmacia en la ciudad del acueducto. Ambos compartían dos pasiones: la vida y la caza. Vivir cazando y cazar viviendo. Mi padre fue un “pisaterrones” con mundo, había cazado más allá de nuestros mares. Sus huesos habían recorrido los interminables pasillos de tantos aeropuertos, dormido en frías e inhóspitas salas, padecido los retrasos de aquellos pájaros de hierro. Su pasaporte desconocía el descanso. Éste había sido abrigado por las manos de tantos y tantos hombres que desprendía jirones de vida procedentes de los cinco continentes, de oriente a occidente. Padre tenía mil historias que contar y anécdotas por doquier pero hacía gala de una inusitada humildad. Apreciaba la buena conversación y escuchaba con la misma atención a un ministro que a un vagabundo.

Mi madre nació en Añe, hermoso y melancólico pueblo de la campiña segoviana, un olvidado rincón de Castilla. Corría a borbotones por sus venas sangre con pasión venatoria, heredada de Vitorio, su padre y mentor en asuntos cinegéticos.

Por aquellos pagos abundaba la caza menuda pero mi madre también cazó donde la meseta castellana pierde su nombre y la orografía se hace más desconsiderada.

Caprichos del destino, éste calló rendido ante los encantos de la diosa fortuna, y ambos, acaramelados, hicieron que los caminos de mis progenitores se cruzaran aquel lluvioso día del mes de Octubre.

Sobre la improvisada mesa de madera malherida por la carcoma descansaban las tarjetas. El azar haría el resto. Después del sorteo de rigor se monteaba la “solana chica”, mancha enclavada en lo más abrupto de la finca “los alcornocales”, muy querenciosa para cervuno y apreciada por grandes navajeros.

Leovigildo, así se llamaba el viejo postor de piel de cuero y pelo casi nevado,  aunque todos le conocían como “Cazaburras”.

Varias décadas atrás, todavía siendo un zagal, los quintos del sesenta y tres le bautizaron con este peculiar apodo. Los más ancianos del lugar contaban a sus nietos la asombrosa habilidad del joven Leovigildo para localizar, atrapar y devolver a sus dueños todo tipo de animales de monta huidos del cuidado de éstos. Cada mes, atraídos por el boca a boca, una procesión de parroquianos de toda la comarca atravesaban páramos y viejas sendas para solicitar los favores del chaval para con sus potros y borricos.

Aquella gélida mañana  ni el nervioso asma, ni la inoportuna fiebre, impidieron que el curtido postor condujera sigilosamente a seis monteros hacia sus respectivas posturas. Entre ellos, en el tres y el cuatro de la traviesa “Valdepastores” quedaron apostados dos jóvenes. Desde ese mismo instante la historia de mis padres comenzó a escribirse con finos trazos y olor a jara y cantueso.

Ella, ataviada con roídas botas de media caña, pantalón arrugado de pana gruesa color ceniza y bufanda de pelo fino con motivos venatorios heredada del abuelo.

Él, con más posibles que ella, cubría su oscura piel con una antigualla rescatada hecha jirones del viejo baúl de Florentino, afamado anticuario de la monumental ciudad castellana.

La bellísima señora Aurelia, compañera y esposa de éste, remendó durante horas con extraordinaria maestría el maltratado chaquetón de ante curando sus cicatrices con antiquísimos retales de piel de sable de Roosevelt y kudu. Dos lienzos vivos de la sabana africana fueron encontrados por mera casualidad entre un mar de polvo y un ejército de objetos inverosímiles en la desvencijada casa de trapo de un coleccionista en la capital Tanzana. Florentino los compró y viajó junto a ellos desde el corazón de África hasta la más vieja de las dos Castillas.

Las primeras ladras no se hicieron esperar. La agridulce danza entre la vida y la muerte entonaba sus primeros acordes. Las reses menos confiadas, cargadas de aire, abandonaban recelosas sus seguros encames guiadas por su instinto hacia sus querencias naturales cumpliendo varios cientos de metros más allá dentro de los dominios del puesto que aquella mañana ocupaba “El Pinto”.

Arriba, en el pueblo, la abuela Vitoria, excelente cocinera y mejor persona, lo tendría todo dispuesto. Como hizo año tras año durante las dos últimas décadas pondría a remojo la noche anterior los afamados judiones, rescataría del sobrado los pucheros de barro y atizaría con mano temblorosa la vieja y destartalada cocina de carbón.

Tras la “junta de carnes” una veintena de comensales darían buena cuenta de las suculentas viandas preparadas con esmero por la buena de Vitoria.

Como exige la liturgia este es el momento de fantasear con los lances vividos, el momento de tirarse algún farol, de ponerle alguna punta de más a la cuerna de ese majestuoso venado y  convertir mágicamente en un monstruo a ese cochino medianete. Momentos en los que clavando la vista en las entrañas de una jarra de vino la embriagada imaginación pone la zancadilla  a las matemáticas.

En el monte, los cazadores situados en las posturas más elevadas observaban ansiosamente los movimientos de las reses.

Felipe, “El Moro”, un año más, entraría por la “carrasca”, animando enérgicamente a sus valerosos canes, podencos y mastines, a registrar cada zarza, cada chaparro, invitando a los suidos menos confiados a abandonar sus inaccesibles encames.

Miguel Sabio, “El Tuercas”, fue el primero en echarse a la cara la cansada, famélica y oxidada Sarasqueta del doce, pegando su nariz afilada a la desgastada culata, parando “in situ” la colérica carrera de un navajero medio cano exhibiendo la crin erizada.

“El Venado”, no se le podría describir de forma más precisa. Ese venado con el que todos hemos soñado la noche anterior. Un precioso animal, el viejo solitario, un superviviente, un gigante dueño de dos formidables “perchas” coronando la sabiduría de su testuz.

“Pelando la pava”, de esta guisa sorprendió “El Venado” a la mujer que me llevó en su vientre y su futuro marido. Paseó desafiante muy cerca de ambas posturas exhibiendo con orgullo su poderosa cuerna, se detuvo inmóvil un instante ante la atónita mirada de los jóvenes como si su existencia no estuviera comprometida y reanudó su camino silenciosamente ocultándose dentro de lo más sucio del monte.

Por más que hablaron de lo acontecido aquel día ninguno supo explicar el motivo por el cual no hicieron gruñir la pólvora en el interior de las tripas de sus respectivas armas, tan solo conseguían regurgitar un riachuelo de palabras entre ambos intentando explicar lo inexplicable: “Nos miramos los tres, fijamente, hombres y bestia, eso no importaba. Un silencio sepulcral inundó el lugar y una profunda paz interior secuestró cada uno de los poros de nuestra piel contagiando inevitablemente a jaras, cantuesos y jilgueros. El arco iris apareció en escena sin previo aviso. ¿Qué estaba pasando? Nunca lo sabremos. Muchos pondrán en duda nuestra cordura pero nunca tuvimos el impulso de terminar con la vida de aquella bella estampa. ¿Dónde nos habíamos visto antes? ¿Quizás en otras vidas? Dos eran humanos, el tercero no, pero ese pequeño matiz biológico no posicionaba a ninguno de ellos en una rama superior en el árbol de la vida.

Aquello les cambió para siempre. Desde entonces, año tras año, con nieve en los zapatos o un sol de justicia, volvían por sus pasos al mismo sitio convertido por momentos en lugar de culto.

En algún rincón de la mística tranquilidad de la “casa verde”, “La Bollo”, como todos la llamaban desde antaño, aguardaría pacientemente hasta escuchar el lánguido gemido de las caracolas anunciando el final de la jornada venatoria.

Veterinaria por vocación y devoción, cetrera, apasionada pescadora de truchas, ecologista y madre coraje. Se licenció con nota en la “universidad de la vida”, especialidad buena persona. Practicaba con gran maestría el inusual deporte de pedir perdón cuando erraba.

Aquella gélida mañana de Nochebuena puso los pies en polvorosa y abandonó su acomodada existencia en aquella ruidosa ciudad sin árboles ni alma cuando encontró a su marido y la niñera  en el lecho conyugal. Un desgarrador portazo hizo temblar los cimientos de toda la ciudad y con un zarpazo en el alma como único equipaje puso tierra de por medio sin volver la vista atrás.

Sudando mares y derrochando lágrimas gestó la “casa verde” donde vivía con sus dos lebreles: Álvaro y Mario. Aquella casa pronto se convirtió en el primer orfanato de la comarca para animales abandonados.

Aquellas agrietadas paredes habían sido testigo de intempestivas veladas entre cazadores, pescadores, ecologistas, campesinos y caminantes. Mimados por el  calor de la candela y como invitado de honor el respeto mutuo un tsunami de historias a granel invadían cada poro de aquella estancia.

Canelo


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