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Rayo

Rayo

Enviado por Canelo el 01-06-2014

En medio de aquella gruesa calma nada hacía presagiar lo que acontecería aquella fría noche de luna llena. Desde zagal siempre tuve fama de dormir como un lirón, motivo por el cual, lo sucedido aquella noche se sitúa en las antípodas de toda lógica.
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Durante mi dilatada, casi centenaria, existencia como ecologista y cazador por aquestos pagos terrenales jamás presencié tanto coraje, valentía y fidelidad a granel.

Nevaba intensamente. En el interior, arropados por el cálido arrullo del hogar, observábamos  como la desvencijada estufa de leña alimentada con tarugos de encina y fresno  daba buena cuenta de las castañas que, colocadas con escrupulosa destreza, se asaban lentamente. El viento, que antes azotaba con extraordinaria violencia, ahora nos mostraba su cara más amable. A medida que el implacable sueño fue desgastando la fuerza de las palabras y derrotando a los párpados la totalidad de comensales que poblaban aquel salón pusieron fin a la cálida tertulia. El que escribe esta humilde historia fue el último en abandonar aquella estancia y dirigir sus pasos hacia la más alejada y sombría habitación del viejo caserón.

En medio de aquella gruesa calma nada hacía presagiar lo que acontecería aquella fría noche de luna llena.

Desde zagal siempre tuve fama de dormir como un lirón, motivo por el cual, lo sucedido aquella noche se sitúa en las antípodas de toda lógica. Me desperté sobresaltado y embriagado de sudor. Todavía hoy, transcurrido ya medio siglo de aquello, su imagen irrumpe furtivamente en mi cabeza  en el momento más inesperado y me pregunto que fue lo que me condujo inevitablemente , hipnotizado, hacia aquella puerta.

El áspero gruñido de la vieja puerta de madera al abrirse retumbó en mitad de la gélida oscuridad de la noche mostrándonos aquella inolvidable escena.

Por su aspecto intuí que debía haber nacido hace tres lunas. Mordisqueaba desesperadamente la diminuta caja de cartón que hacía de improvisado cubil y le resguardaba inútilmente del insoportable frío. La nieve cubría casi la totalidad del pequeño cuerpo del animal. Un insignificante e inapreciable pedazo de su diminuta  nariz delataba su presencia en el interior de aquella incómoda morada. El indefenso y famélico animal se relamía descorazonado el agridulce sabor de la traición a merced de la implacable hostilidad del termómetro.

- ¡Despertar! ¡Rápido! ¡Ayudarme!

El primero en acudir a mi encuentro fue Mario, el mayor de mis hijos. Tenía los ojos como platos.

- ¡Papá , ayudémosle! ¡Es solo un cachorro!

El resto de miembros de la familia que aquella noche dormitaban en la casa acudieron, de inmediato, alertados por los gritos provenientes de la entrada de la misma. Algo, quizás impregnado en el aliento del áspero temporal,  nos hizo sentir que pronto se convertiría en uno más de la  familia.

Alguien, no podría recordar quien, hace demasiado tiempo, me dijo que la vida viene sin libro de instrucciones. Hoy, rotundamente, hago mías aquellas sencillas y sabias palabras, las cuales, quedaron grabadas a fuego en mi memoria. Así pues, fue el sentido común, algo que no se estudia en ninguna universidad, el que nos iluminó aquella madrugada. Sacamos al párvulo animal del nevero en que se había convertido aquel incómodo cubil acomodándole convenientemente junto al último rescoldo de la lumbre baja que todavía mostraba algún síntoma de vida.

Posiblemente fue mi hijo Mario quien parió la idea más brillante. Sin dudarlo un instante y ante la mirada atónita de los allí presentes propuso llevar al cachorro junto a Paca. Paca era una jabalina medio tuerta, criada en cautividad y acostumbrada a la mano del hombre. La cochina había sido preñada por un cerdo común pariendo media docena de lechones, de los cuales, dos nacieron sin vida. El encuentro entre ambos animales no pudo ser más entrañable desafiando mágicamente los designios de la madre naturaleza. Cuando Mario posicionó, con sumo cuidado, el delicado cuerpo del cachorro  junto al de la marrana que en ese momento amamantaba a sus cebones, ésta olisqueó su diminuto morro lamiendo enérgicamente todo el cuerpo del animal.

A la mañana siguiente, cuando el madrugador canto del veterano gallo pregonaba orgulloso la llegada de un nuevo amanecer, observamos , a través de un pequeño orificio practicado en la pared de adobe  como ambos animales dormitaban cuerpo con cuerpo en perfecta comunión.

Después del día siguiente llegó el siguiente día y con éstos, de la mano , llegó el día después. Todos transcurrieron, sin duda, de forma un tanto extraña. A medida que la noticia se propagó como un virus contagiando cada rincón del pueblo el baile de miradas entre los lugareños se tornaba angustioso.  Todos dudaban de cualquiera. Quizás Fernando el herrero, o tal vez Atilano el viejo pastor solitario, y porque no Antonio  el maestro del pueblo. Algunos se atrevieron a señalar al sargento primero Belisario, jefe del puesto.  En estos parajes era bien conocida mi debilidad por los perros, en particular  por los de caza, motivo por el cual, quien abandonó al recién nacido sabía perfectamente que iba a ser bienvenido en nuestra casa.

Un interminable desfile de parroquianos acudieron a casa durante los primeros días alertados por el boca a boca dispuestos a comprobar  "in situ" la suerte del cachorro. Don Marcial, ciego desde niño y sabio en la senectud, aporreó la puerta con desesperada impaciencia. Venía acompañado de "Sultán", su perro lazarillo,  su mejor amigo y sus ojos. En menos de lo que tarda en morir un minuto ya estaba paseando sus manos por el torso del pequeño. Con sorprendente autoridad aseguró que se trataba de un "bodeguero andaluz", raza apenas conocida por aquellas latitudes.

Recuerdo con nítida claridad la primera vez que me acompañó al campo. Todavía no había cumplido tres meses de vida. Aquella tórrida mañana del mes de Agosto levantó su primer conejo, un gazapo descuidado encamado a la vera de un matojo.

Fue cuestión de tiempo que su cuerpo menudo se dejara ver por cualquier calleja, entre la maraña de espinos o batiéndose en duelo con algún heroico gato. Las prematuras habilidades del cachorro fueron pronto conocidas por todos los lugareños, en particular por los cazadores. Más pronto que tarde fueron legión los "pretendientes" que llamaron a mi puerta, ofreciéndome todo tipo de viandas, a cambio de llevarse al animal consigo. Fue Bernardo Carrascosa, Marqués de la Aliseda, amigo de la infancia y gran persona por encima de los linajes, quien apostó más fuerte. Bernardo no era un cazador al uso, no por su ingente fortuna la cual incluía buena parte de las mejores fincas de mayor y menor de la comarca sino  por su particular manera de entender el campo. Bernardo, durante un suculento desayuno bautizado con el más afamado tinto de la región elaborado por él mismo, me dijo:

- Juan, nos conocemos desde que éramos unos críos. Tu padre ha sido el mejor guarda que ha trabajado en mi casa y tu madre me ha cambiado los pañales desde que vine a este mundo. Ella  fue como una madre para mí. Ambos hicieron de mí a la persona que tienes delante. Desde el respeto que te tengo y sin ánimo de agraviarte me gustaría que aceptaras mi mejor pareja de escopetas a cambio de Rayo, tu nuevo perro de caza.

- ¿Te refieres a tu querida pareja de paralelas? ¿Las que pertenecieron a tu abuelo y después a tu padre?

- Sí Juan, las mismas.

- ¿Te has vuelto loco? ¡Te morirías si no las vieras orgullosas abrazadas por tus manos tras las perdices!

- Son tuyas y el perro se queda conmigo, prometo cuidarlo bien.

Un cálido abrazo de despedida sirvió para poner fin a nuestro encuentro matinal, no así para sellar el trato. Rayo permanecería a mi lado.

Sin duda el ofrecimiento más sorprendente llegó de la forma más inesperada. Pisábamos los terrones con desgana después de la agotadora mañana tras las ocultas codornices. Los "cañotes" de trigo devoraban sin piedad nuestros malogrados tobillos. Rayo, infatigable, recorría con más pasión que fortuna los interminables surcos de paja que, alineados de forma exageradamente precisa, desaparecían en el horizonte difuminados ante la embriaguez de nuestros ojos. Un ejército de amenazadoras espigas acechaban, escondidas entre los infinitos surcos de paja, al paso del intrépido lebrel. Algunas de ellas, afiladas como flechas, se clavaban sin piedad por todo el cuerpo del animal atravesando con extraordinaria facilidad su delgada piel.

Nada más coronar el "cerro del maestro", lugar donde la orografía se muestra más antipática, observamos, desde la lejanía, el longevo aunque incomprensiblemente reluciente tractor de Tomás, "el zurdo". Junto a él, desplegando enérgicamente toda una colección de aspavientos y ruidos ininteligibles con el propósito de atraer nuestra atención se encontraba su dueño. Sobresaltados por la aparatosa escenografía del zurdo acudimos de inmediato a su encuentro llegando hasta el lugar donde se encontraba con el aliento huyendo a borbotones de nuestras entrañas. Sus rasgados ojos negros se clavaron violentamente en el cuerpo del cachorro observando cada uno de sus gestos. Parecía embelesado ante las bondades del joven animal. Mi presencia se reflejó en el interior de sus iluminadas pupilas como si de un espejo se tratara. Por un instante pensé que mi corpulenta figura se mostraba invisible ante sus ojos. Manifestaba una indiferencia casi antipática hacia mi persona.

Tomás era un hombre rudo,  parco en palabras. Sin mediar el más mínimo  gesto de cortesía y atusándose bruscamente la boina dijo:

- ¡ Te regalo el tractor si me dejas cazar esta temporada con tu nuevo perro!

No resultó nada fácil salir airoso de aquella embarazosa situación. Aquel viejo ermitaño no encajaba bien las derrotas y mi negativa no parecía convencerle lo más mínimo. Un rotundo y explosivo "no" escapó de mi boca para dejar saldado aquel incómodo contratiempo. Ver fruncir su arrugado ceño y poner mis pies en polvorosa fue todo un abrir y cerrar de ojos. Mi corazón latía desbocado, parecía querer atravesar mi pecho golpeando éste con formidable violencia. Cuando por fin conseguí poner tierra por medio, ya más tranquilo, supe que Tomás nunca me lo perdonaría.

Rayo pudo pasar por mi vida como un magnífico y fiel perro, un buen compañero, pero lo que ocurrió aquella fatídica mañana de aquel fatídico y crudo Enero nos unió y hermanó para siempre.

Cuando lo vi  tendido en el suelo, inmóvil, inerte, pensé que estaba sin vida. Un gélido zarpazo recorrió todo mi cuerpo paralizándolo por completo. Un pestilente olor a muerte y desolación impregnó todo el ambiente. Cuando volví a sentir las piernas corrí extenuado hacia el lugar donde yacía. Al pronunciar su nombre, con gravedad, me dedicó la mirada más limpia y sincera que he visto nunca moviendo al tiempo el rabo. Sin más premura, después de abrazarlo con desasosiego durante varios minutos, me quite apresuradamente la camisa envolviéndole a modo de hatillo, quedando ésta, al instante, bañada en sangre. No había tiempo que perder. Recorrí con paso torpe pero acelerado los dos kilómetros que me separaban del cerro "la chota", lugar donde malvivía desde hace medio siglo en aquella decrépita casa Petra, "la loca". Apenas habíamos recorrido media docena de pasos por el interior de su descuidado  jardín cuando el áspero ronquido de la vieja puerta de madera, al abrirse, delató su presencia. Sus ojos nos miraban desconfiados por encima de los caños oxidados que nos apuntaban de manera poco amigable  desde el interior de la moribunda morada.

Entre Petra y los pobladores de aquel pequeño pueblo nunca hubo comunión alguna. Ninguno de ellos se preocupó lo más mínimo por ella, ninguno  tuvo la intención de entenderla. Nadie le regaló una sonrisa, nunca hubo para con ella una palabra amable, ni siquiera aquel fatídico día cuando las llamas devoraron sin piedad la choza donde murieron sus padres el mismo día que cumplía los ocho años de edad.

De repente, sin esperarlo, observamos como la desvencijada  paralela del doce cesaba su hostilidad para  descansar en el suelo. Petra, advirtiendo la fatal herida del lebrel, gesticulando exageradamente, nos invitaba a entrar en su casa. Durante las tres últimas décadas nadie había osado a cruzar aquella puerta. El olor a podredumbre no tardó en aturdirnos. Mis ojos y mi mente fotografiaban cada rincón. Recuerdo que conté más de una docena de canes de todo tipo de razas, todos ellos de aspecto desaliñado. Los gatos no tardaron en dejarse ver. El más joven y fornido exhibía su autoridad ante el resto que se postraba ante la superioridad de éste. No observé el más mínimo gesto hostil entre animales de ambas especies. Flotaba en el ambiente una misteriosa "paz social". Pensé que aquello formaba parte de alguna extraña liturgia donde cada uno encajaba perfectamente. El hedor resultaba insoportable. El rostro de Petra hablaba sin necesidad de palabras. En el juego de la vida había tenido malas cartas.

Haciendo gala de un inusitado coraje y derrochando arrestos abrazó al cachorro contra su pecho ayudándose con su mano siniestra. Su otra mano fue devorada por las feroces llamas que le arrebataron a sus padres para siempre. Una raquítica y destartalada mesa se convirtió en improvisado quirófano, una botella de whisky, una madeja de hilo y una aguja hicieron de instrumental quirúrgico. Sin más preámbulos, con la confianza del cirujano más reconocido del mundo, osaría salvar la vida que se escapaba a chorros de aquel pequeño cuerpo ante mi desesperanza. Parecía que Petra sabía muy bien lo que hacía. El resto  de moradores de la casa contemplaban atentamente los acontecimientos, algunos de ellos moviendo enérgicamente la cola. Con mano serena vació la botella de licor en la herida del animal aprovechando al tiempo para saciar su sed con aquel maldito líquido que le habría ayudado tantas y tantas veces a soportar tanto dolor. Inmediatamente después de sacar la bala cosió la herida con incomprensible destreza desplomándose seguidamente ante mis pies extenuada. Fue imposible devolverla a la vida, moriría en aquel mismo instante delante de mí negándome la ocasión de agradecerle lo que acababa de hacer.

 

Canelo


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