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El corzo (III): hábitos y reproducción

El corzo (III): hábitos y reproducción

Enviado por Tuslances.com el 12-10-2013

El carácter huraño, colérico e individualista de los corzos se manifiesta también en la época de reproducción (finales del verano) y en el tipo de aproximación del macho a la hembra.
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El corzo desarrolla una vida grupal únicamente en los primeros meses de su vida; los ejemplares jóvenes, junto a la madre y a las hembras “delgadas” (es decir, las nacidas en ese año y así llamadas a causa de su reducido tamaño corporal), afrontan el invierno en pequeños grupos. Pero, desde principios de la primavera –la primera que pasan después de su nacimiento- y durante los años siguientes, estos animales, y de modo particular los machos, abandonan el pequeño grupo familiar y adoptan plenamente su carácter individualista.

Este individualismo se manifiesta con varias actitudes exteriores, fáciles de interpretar para quien se acerca a la naturaleza con espíritu de observación.

Saltos y exhibiciones

Además de marcar su territorio, el corzo manifiesta a través de una vasta gama de “señales”, visuales y acústicas, su carácter esquivo.

En una “colonia” de corzos (se entiende por “colonia” el número de animales presentes en un cierto valle), un individuo nunca interfiere “por error” una zona ya ocupada por otro animal. Al impregnar con su propio olor los límites del territorio, el macho no tan sólo señala a los otros  su presencia y su “derecho” territorial, sino que obtiene a partir de estas actitudes una especie de “seguridad” personal; ciertamente, si un corzo macho invadiera un claro que no le pertenece, los otros machos se comportarían de la misma forma. Se trata de un hábito profundamente enraizado, que es subrayado también por otros comportamientos típicos, como los saltos de “exhibición” y el “ladrido”.

Los saltos de “exhibición”, altos y rítmicos, se diferencian claramente de los que realiza el corzo durante la fuga. El corzo recorre un tramo de terreno, no con un paso simple, sino llevando a cabo saltos sincopados, similares a pasos de danza, que no sirven para avanzar más velozmente, sino como señal de imposición. A menudo, ejemplares jóvenes realizan esta forma de exhibición por juego; por el contrario, en los ejemplares adultos equivale a una clara señal de “presencia”, dirigida tanto a sus semejantes como a eventuales predadores, a los que de esta manera el corzo avista a tiempo; puesto que, en el momento de elevación, el animal tiene un campo visual notablemente más amplio que supera la altura de la vegetación, logra ver mejor y al mismo tiempo dejarse ver.

El típico “ladrido” del corzo, muy similar al del perro, es la señal acústica principal. Casi todos los cazadores que se acercan por primera vez a este animal y oyen el ladrido, quedan sorprendidos al creer oír perros que ladran, en un bosque donde suponían que iban a encontrar al pequeño cérvido. Es un sonido oscuro, rítmico, que se oye sobre todo en el periodo que va desde mayo hasta agosto, o bien cuando el animal está asustado y ha identificado un peligro en su zona. También la hembra ladra, pero sólo cuando se encuentra en estado de alarma, emitiendo un sonido distinto al típico silbido, suave y dulce, que emita en otras ocasiones.

La imposición

El destacado individualismo del corzo limita notablemente las ocasiones de encuentro entre sujetos en el mismo territorio; ello puede suceder tan sólo en terreno libre, donde son los animales los que determinan la densidad óptima o, de alguna manera, la relación justa entre extensión del terreno y número de cabezas. Este equilibrio natural representa una garantía para la disponibilidad de comida y una defensa contra predadores y enfermedades. En consecuencia, el individualismo constituye una extraordinaria arma de supervivencia.

La actitud individualista del corzo le asegura la comida y limita la posibilidad de enfermedades

Las actitudes de sumisión y de imposición que manifiesta el corzo son menos complejas que las del rebeco, entre otras cosas porque en la mayor parte de los casos, estos animales, por su actitud esquiva y solitaria, se evitan.

El escaso desarrollo de los cuernos, al menos en relación con otros ungulados, limita en la práctica el uso de la cuerna como arma de ataque y defensa; luchas y enfrentamientos cruentos entre machos no son tan frecuentes como en ciervos, rebecos y muflones.

Estas situaciones las resuelve el corzo con un código, poco vistoso, de acciones y reacciones, fugas y persecuciones, manifestaciones que sirven para instaurar precisas relaciones de jerarquía, incluso sin encuentros directos.

Los amores

El carácter huraño, colérico e individualista de los corzos se manifiesta también en la época de reproducción (finales del verano) y en el tipo de aproximación del macho a la hembra. El acercamiento se produce de modo brusco y extremadamente rudo, después de una larga persecución que termina tan sólo cuando la hembra está completamente agotada.

La avidez del macho no deja demasiado espacio a rituales o ceremonias delicados; de hecho, sólo después del acoplamiento se puede ver al animal tranquilo que apoya la cabeza en el dorso de su compañera y luego pasta dócilmente a su lado. Pero la fidelidad no es un sentimiento propio del comportamiento del corzo, porque el macho, después de un encuentro, empieza enseguida a buscar otras hembras en celo sin que entre los dos sexos se instaure ningún tipo de vínculo de pareja.

La persecución de la hembra por parte del macho durante el periodo de celo es muy insistente

Las hembras adultas y las ancianas están generalmente menos disponibles al acoplamiento y ceden tan sólo después de una prolongada “presión” del macho; en cambio, las hembras “delgadas” se comportan de modo distinto; son muy precoces y albergan menos desconfianza frente al macho.

El parto

Al aproximarse el parto, la hembra se aísla en un lugar en el que el sotobosque es más espeso. En cambio, el macho, finalmente, tranquilo, emplea su tiempo en descansar y recuperar fuerzas.

La biología reproductiva de las hembras adultas está regulada por lo que se ha definido como “gestación diferida”; después del acoplamiento, el embrión no se desarrolla rápidamente, sino que permanece “congelado” en una sustancia particular (la leche uterina) que le permite vivir pero no crecer. En esta situación permanece durante unos 4 meses y sólo en diciembre empieza su desarrollo regular. La gestación retoma después su curso “normal” durante los restantes 5 meses, hasta el parto, que se produce entre mayo y junio.

En total, desde el momento de la fecundación hasta el nacimiento de las crías, transcurren unos 10 meses. Si la gestación tuviera un desarrollo normal, las crías verían la luz entre finales de invierno y principios de la primavera, justamente en el periodo en el que las duras condiciones climáticas de la montaña llevarían a las crías a una muerte segura.

La hembra se ocupa de las crías durante unos meses.

Las hembras “delgadas”, que se encuentran en el primer celo, se comportan de modo distinto: se pueden acoplar incluso a principios de invierno y hacer coincidir el desenlace de la gestación en el periodo favorable.

Las crías son cuidadas por la hembra durante dos meses, transcurridos los cuales empiezan a alimentarse de forma autónoma.


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