Permítame que le diga, señor presidente de la Xunta, por si mi amplia experiencia en estas lides pudiese servirme de aval para lo que le quiero exponer, que fue a finales de los cincuenta cuando inicié mis andanzas pescantinas a lo largo y ancho de nuestra Tierra y de algunas más. Por aquel entonces era costumbre, antes de iniciar la jornada de pesca e incluso antes de cambiarse de ropa, acercarse sigilosamente al río para observar desde encima del puente la actitud de las truchas. Después, según «estuviesen», cada quien aventuraba su pronóstico sobre cuál podría ser su comportamiento a lo largo del día y en base a él preparar la estrategia. Era una especie de juego en el que acertar ya era otra historia. Pero lo que sí tenías garantizado es que allí, a tus pies, moviéndose entre las aguas, las ibas a ver, unas veces saltarinas, emergiendo veloces detrás de los mosquitos, otras ninfeando, enseñando su barriguita blanca y otras pegadas al fondo si no estaban activas.

Cincuenta años después, nadie pone en duda que la población truchera ha descendido hasta cotas alarmantes. Las razones que se esgrimen para justificar este declive son opuestas, según sean interpretadas por la Administración o por el pescador deportivo. Al respecto, puedo dar fe de que en aquellos tiempos los ríos eran mucho más agredidos que hoy y por más, casi impunemente, se redaban, se envenenaban, se desviaban sus cauces, se secaban los canales de los molinos, se hacían pesqueras, se colocaban butrones, se usaban tridentes, durmientes, etcétera, etcétera. No quiero decir con esto que tales desmanes no se sigan practicando en la actualidad, que sí, e incluso con algún que otro añadido a mayores como el de la corriente continua, pero indudablemente con menos frecuencia que antes. Y en el medio de toda esta baraúnda también estábamos los pescadores deportivos y un nutrido grupo de profesionales que se encargaban un día sí y otro también de abastecer de truchas los numerosos restaurantes de la zona, que las ofrecían como plato estrella.

La mayoría de las casas ribereñas, sobre todo las de los ríos de mayor caudal, disponían de un trasmallo que en principio era usado por los mozos para consumo propio, pero que con la mejora de los medios de comunicación, pasaron a colaborar con los profesionales de la caña al abastecimiento de las mencionadas casas de comidas y al de alguna que otra conservera. Y a pesar de tanta presión, a la temporada siguiente, como si de un milagro se tratase, nuestros ríos volvían a estar repletos de truchas, de salmones, de reos, de anguilas, de sábalos etcétera. Lo grande es que en aquella realidad no había ningún milagro.

FUENTE: