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Sonrisas y lágrimas (2013/14) Tercera parte.

Sonrisas y lágrimas (2013/14) Tercera parte.

Enviado por Francisco Álvaro Ruiz de Guzmán-Moure el 06-10-2014

La tarde siguiente subimos a la sierra y lo llevé a coronarla, en un punto que domina todo el coto. Sabía que iba a tenerlas cerca en un momento u otro y que si no acudían no sería por sus tonos tan bajos y, en apariencia, indolentes. Alatriste se arrancó con paciencia y sin dejarse la voz, como era su costumbre. Consciente de que habría que esperar para ver si se alineaban los planetas, observé con interés su comportamiento y tenía los oídos más afinados que nunca, en busca de alguna señal de vida perdicera en las proximidades.
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5. Alatriste, los descuidos se pagan

Con  cuatro celos, Alatriste tenía que definirse si no quería seguir el camino de otros gañanes que ya hemos mencionado anteriormente. Gustaba, y mucho. Sus maneras suaves en el tanto en especial, pero estaba pasándose en su busca de lo sutil y lo delicado. Daba de pie de manera que parecía un recibo, y dudo seriamente que los reclamos por alto se escucharan a más de 50 metros del tanto. La primera tarde que lo saqué pasó desapercibida, se agarró con una collera lejana con una parsimonia insultante, pero con el celo como estaba hacía falta más caña. Confiaba en poder hacerle algo bueno en la temporada, y no dejé pasar mucho tiempo.

La tarde siguiente subimos a la sierra y lo llevé a coronarla, en un punto que domina todo el coto. Sabía que iba a tenerlas cerca en un momento u otro y que si no acudían no sería por sus tonos tan bajos y, en apariencia, indolentes. Alatriste se arrancó con paciencia y sin dejarse la voz, como era su costumbre. Consciente de que habría que esperar para ver si se alineaban los planetas, observé con interés su comportamiento y tenía los oídos más afinados que nunca, en busca de alguna señal de vida perdicera en las proximidades.

Ya pasaba la hora larga y Alatriste trabajaba, sin elevar el tono, a ratos. Me hice a la idea de aguantar el máximo posible, había que apurar opciones para verlo con perdices bajo el tanto. No llegué a escucharlas, pero solo viendo a Alatriste sabía que las tenías cerca. Un nuevo registro, no mucho más alto, pero sí más alegre y convencido me hizo ponerme en alerta y no tardó mucho en entrar la collera desde la izquierda.

La hembra mostraba un interés inusual, mientras que el macho parecía estar allí por compromiso. Pero lo espectacular era el recibo de Alatriste. Con el pico en el culo de la jaula, inmóvil como una estatua y un recibo que de suave apenas se adivinaba por el movimiento de la garganta, con una voz melosa y que iba dirigida claramente hacia la hembra.

Me deleité dejando muchas vueltas a la hembra, que se posó en una rama caída por los cochinos. Tenían esa parte de la sierra levantada entera y no era extraño encontrar jaras y ramas caídas por todas partes. Cuando disparé el macho se voló pasando por encima de mi, y aunque no veía a la hembra muerta sabía que había caído. La paralela del 12 da una seguridad impagable para disparar en el puesto, más aún cuando se cazan pájaros no tirados.

Tras el disparo, Alatriste se quedó como perro al que le quitan las pulgas. No cortó el tiro y pareció gustarle pues volvió a tomar el tono decidido que había conseguido atraer a la pareja. Sin embargo, el macho no dio señales de vida y la tarde caía, por lo que me levanté a recoger y poder contarle todo pronto a mi padre.

Efectivamente, la hembra había caído fulminada, y la recogí para ofrecérsela a Alatriste, que no pareció aceptar con agrado el detalle. Por ello no quise entretenerme y taparlo pronto. Fui a sacarlo del tanto, que no es de maceta sino con tres hierros alargados entre los que se coloca la jaula. Fallo grave no, gravísimo, el nuestro de no asegurar las puertas de las jaulas con alguna brida o alambre.

Cuando quise darme cuenta, uno de los hierros se había enganchado en la puerta de la jaula, la había abierto con mi tirón para sacarla del tanto, y Alatriste había caído literalmente al suelo. Ningún problema, un pájaro alicorto y con las plumas recortadas es sencillísimo de capturar. Menos cuando sale botando sierra abajo y contando con el factor sorpresa.

En cuestión de dos segundos pasé de tener cara de gilipollas a correr sierra abajo (el puesto estaba en todo lo alto) como si me fuera la vida en ello. Casi llegué a alcanzarlo cuando el ímpetu y la pendiente me hicieron caer y pegarme un costalazo que pudo ser mucho peor. en el mar de jaras y lentiscos. Ya sólo apreciaba a Alatriste por el ruido, y para menos de un minuto después lo tenía perdido.  Di mil vueltas y rodeos pero todo fue inútil. La impotencia era desconocida por mi hasta ese momento, se me llevaban los demonios y no podía creerlo todavía.

Subí con resignación y ganas de que me tragara la tierra, recogí todo y bajé al collado donde me tenía que encontrar con mi padre y Juanma. Los dos, ya en el coche, sonrieron viendo la hembra colgada junto a la jaula ensayuelada. Pero mi cara lo decía todo y no tardaron en torcer el gesto y acercarse a preguntarme. “¿No le ha gustado el tiro, no ha recibido bien, ha botado la hembra con el tiro..?” Como no me sentía capacitado para responder, me limité a quitarle la sayuela a la jaula vacía.

Con cara de incredulidad y sorpresa fueron escuchando mi explicación del suceso, tan grotesco y lamentable que no sabía uno muy bien si desahogarse a carcajadas o perderse del mundo por unos días.  Intentaron tranquilizarme y quitarle hierro al asunto, pero yo ya sólo pensaba en sacar a Gaditano de alba por si, de milagro, Alatriste sobrevivía a la noche en la sierra y le daba por contestar o acercarse.

Mi padre se vino a dar el alba conmigo, el viudo dio guerra pero, de Alatriste, ni rastro. El trabajo constante de Gaditano no sirvió, si bien yo era realista y suponía que Alatriste no habría sobrevivido. Con total seguridad, la lección más dura de mi corta carrera como jaulero.

6. Gaditano en apuros

La sensación de deja vu, yo ya he vivido esto, era inconfundible. Con un sol radiante, con mucha tarde por delante, Gaditano y yo nos quedamos en la estación del cortafuegos, donde un año antes había dado un puesto de antología trayendo tres colleras a plaza y consiguiendo abatir una hembra.

Esta vez, en una posición más baja, lo coloqué en un tanto de romero de los que tanto nos gustan, y aún con la sayuela puesta me saludaba con piñones mientras yo terminaba de apañar un tanto digno. No llegué al puesto cuando ya salía con su dar de pie suave intercalado con piñones, y se respiraba una tarde de faena grande, de cante hondo y toreo del caro.

El campo no tardó en reaccionar y 3 machos diferentes, con voz de tener ya una edad respetable, se hicieron oír en los alrededores. Ninguno especialmente cercano, Gaditano empezó a cardar la lana, y la cosa prometía dar que hablar. Lo oí en uno de sus silencios tan característicos. Un macho de un canto por mayor descomunal contestaba a mis espaldas, y parecía tener intenciones de acercarse a subir la apuesta.

Para cuando llegó al filo ya le había oído dar de pie, piñonear, y el deseo de poder tener ese pájaro vivo en mis manos fue creciendo conforme se acercaba. Gaditano no le perdía el hilo, y cuando el macho empezó a subir la leve pendiente que les separaba, mi reclamo ya lo estaba recibiendo.

No perdió ni el tiempo de dar una mísera vuelta. Con un descaro y una superioridad aplastantes, se encaramó a lo alto de la jaula de Gaditano. La conversación fue corta. Digo corta, porque no sé qué le diría, pero se convirtió en monólogo en menos que canta un gallo. Gaditano, reducido a simple espectador, se quedó observando, como yo, el recital del dueño del cortafuegos.

Cuando vio ya apaciguado al enjaulado visitante, cogió carretera y manta. Pero no quedó ahí el espectáculo ni mucho menos. Gaditano en silencio, pero los machos cercanos seguían con ganas de gresca. Escuché al agresor de Gaditano desplazarse por mitad del jaral, y en pocos minutos escuché el último reclamo de un macho con una voz realmente ronca, con achaques de edad.

Fue el último porque sin apenas dejar pasar tiempo escuché al mismo pájaro piarse, y al señor del lugar regañando, cantando por alto y callando a los que seguían con ánimo de pelea. No fue el único que salió trasquilado. Dos machos más escuché piarse conforme se aproximaban los cantos del gañán, siendo el que me sirvió diversión, es quizá el puesto más bonito y divertido que he vivido teniendo al de la jaula callado casi en su totalidad. Porque el pobre Gaditano seguía mudo.

Al recogerlo, sus curicheos bajitos parecían pedirme una explicación, que ni yo tenía para él, ni él podía procurármela a mi. Simplemente, hay tardes que no sale la cosa como debe.

Es el único puesto que di con Gaditano. También el último que he compartido con él. En un reencuentro ideado por mi padre, Gaditano se resarció llevándose al machaco colgado de la percha, y en el puesto que finiquitaba temporada dio un puestazo, palabras de mi padre, trabajando de locura a una collera que acabó pasando por el yugo de la morena de ojos negros.

Nunca volveré a verlo, pero tampoco me olvidaré nunca de Gaditano. Su enseñanza en mi etapa más crucial de jaulero nunca se la podré pagar ni agradecer, y aunque solía señalar sus defectos para no ensalzarlo en demasía, su pérdida me ha hecho ver que es un pájaro no de bandera, pero sí de los que te acabas acordando siempre.

Gracias por todo compañero.

7. Muíllo, un préstamo para una clausura de película

Tan rápido como había llegado al coto, se habían pasado los días de estancia y el día de la despedida, nos daba tiempo a saborear el puesto de mañana y un almuerzo rápido para celebrar otro año cazando juntos. Matías me tenía reservado un regalo que para mi es un privilegio, y me mandó ensayuelar a uno de sus pájaros para llevármelo al último puesto de mi corta pero intensa temporada.

Ya tenía claro que Matías cuenta con, quizá, uno de los mejores jauleros de España, pero este día terminé de convencerme de ello. Juntos, nos dirigimos a una zona del coto que apenas se ha pisado en los dos años que llevamos cazándolo.

En una esquina de una T formada por dos carriles, colocamos el tanto para Muíllo. Con el puesto entre jaras, no tardó en empezar a caernos un chiribiri que, a lo tonto a lo tonto, acabó apretando y calándonos durante casi toda la duración del puesto.

Muíllo comenzó el trabajo con porte serio, sin moverse lo más mínimo, pero sin machacar, dando silencios y escuchando las reacciones del campo. Tras una media hora de paciente labor, una collera nos avisó de su llegada a espaldas del puesto.

Parecían venir directamente a pasarme a centímetros, pero acabaron escorándose hacia la derecha al carril, y se quedaron a mi altura, Muíllo podía verlos perfectamente pero yo sólo adivinaba sus siluetas por la mirilla lateral. El macho cantaba por alto pero no daba la cara, hasta que se armó la de San Quintín. Otro macho llegó callado y calado, valga el chascarrillo, sacudiendo el plumaje a la vez que avanzaba a pedir explicaciones.

Desde ese preciso instante Muíllo cerró el pico y se limitó a contemplar. Yo, sin entender, maldecía la suerte de que se callara justo con dos colleras al lado del puesto. La lección que me iba a dar era de órdago. El macho recién llegado se dirigió al campestre de mi derecha y comenzaron una batalla dialéctica de recibo puro y duro. Las dos hembras, como marujas que comentan una pelea callejera, aguardaban juntas el desenlace de la riña.

Posiblemente motivado por la lluvia que llevaba caída en el lomo durante la mañana, el macho recién llegado quería dejar aquello resuelto con todas las de la ley. Primero empecé a escuchar saltos y un revuelo que me hicieron fijarme bien y ver a las siluetas golpeándose en el aire, algo que no había tenido oportunidad de ver en el campo. Así pasaron largo rato hasta que uno empezó a correr al otro, cuales gallos de corral, alrededor del puesto.

El corazón me pedía una cavidad más amplia donde pegar botes, y yo no podía acabar de creerme la escena que estaba contemplando. Con riñas varias pasó largo rato, y Muíllo haciendo honor a su, por otra parte, desafortunado y erróneo nombre.

Las dos colleras estaban bajo los cañones de la escopeta, y deambulaban por el jaral sin llegar a la posición de Muíllo. Cuando estaba ya impaciente por poder, al menos, respirar con un poco de normalidad, el macho triunfante devolvió al otro a su lugar del carril y se quedó con las dos hembras tranquilamente.

Fue entonces, y solo entonces, cuando Muíllo dijo esta boca es mía. Con un dar de pie suave y atractivo comenzó a embelesar a las hembras, y el macho vencedor no dudó en ir a pedir explicaciones a ese otro rival que venía a tocarle los bemoles. Había esperado pacientemente que la disputa terminara para, una vez resuelto el ganador, retar a este a venir a la plaza.

El macho no se andó con chiquitas y se subió al tanto, mientras las hembras careaban tranquilamente en plaza. Sin embargo tardó poco en bajarse, y Muíllo recibía y titeaba a su hembra. Llegué a ver bastante clara (por primera vez en mi vida) la carambola, pero el sentido de la responsabilidad me pudo y no apreté el gatillo, dejando que el asunto siguiera su cauce.

Muíllo seguía con la hembra, por lo que esperé a que el macho diera unas pocas vueltas y, estando tapado en una de ellas, disparé a la hembra al pie del tanto. El macho lejos de espantarse, volvió a subirse al tanto. La otra hembra deambulaba por la zona, al parecer sin una idea clara de qué hacer o cómo actuar ante la situación.

No faltaba mucho para que se cumpliera una hora, que se dice pronto, del macho subido a la jaula, cuando de un salto bajó por la parte de atrás y se largó con viento fresco apeonando tranquilamente y sin dejarme opción a plantearme siquiera dispararle, como merecía Muíllo.

A este no pareció afectarle en nada, y siguió buscando campo, pero el pescado estaba vendido y salí a dar por concluido el puesto y la temporada. Ya con Matías de nuevo, le hice dos preguntas. Que, siendo este su 6º mejor pájaro, cómo cazan los líderes. Y que a qué se debía el nombre de Muíllo.  La primera, se contestó sola con una risa complicente. La segunda, culpa del anterior dueño que se lo regaló asegurando que ese pájaro era mudo, que no servía.

Entonces entendí que no todos podemos aspirar a tener un jaulero de categoría. Que para lograrlo, antes incluso de tener buenos pájaros en las manos, es necesario recorrer un camino difícil en el que aprender a sacarle el provecho que tiene realmente un reclamo. Y yo me encuentro poco más avanzado de la línea de salida. No aspiro, ni le pido a la vida, llegar a la meta, pero sí compartir ese camino con la gente buena que la caza nos pone en el camino, y, como dijo el poeta, “hacer camino al andar”, practicando esta modalidad, como mínimo, hasta que la salud y la providencia me lo permitan.

Dedicado a mi tío Sebastián y a Pepe Mateo, que, sin estar presentes, nos acompañan en nuestros corazones jornada tras jornada.

 

Francisco Álvaro Ruiz de Guzmán-Moure


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